Olvidarme, olvidadme.
Siempre tuve la profunda sensación de que nunca podría ser yo por completo a menos que dejase a todas y cada una de las personas que conozco atrás; de repente, sin miedo. Nunca pude decidir si dejarles saber que me iría o no. Mi propósito, más allá de tal vez la sorpresa que ello generaría, era también escapar. Olvidarme de mi.
Ser en algún lugar sin ningún pasado. Sin ningún referente de mi. Buscarme y buscarme hasta encontrar en lo profundo de mi ser a la niña feliz y pura que alguna vez fui. La recuerdo y la amo, la extraño. Lloraba mucho porque nunca quería ser tratada de mala manera, se enrojecía conociendo personas nuevas y a duras penas podía tartamudear para decir su nombre, tenía pena todo el tiempo, y a la vez nada de eso le importaba, solo era ella, en su mundo feliz, con su amigo de otro lugar que la acompañaba a imaginar y a reír y a pensar en qué sería la vida si ella no fuera exactamente esa que era. No conocía las necesidades complejas, no necesitaba que le entendieran, ni que le conocieran; no quería demostrar nada. Solo dormía, comía, jugaba, reía. Solo quería ser hija, nieta, sobrina, hermana, a veces prima. La vida no se sentía como una responsabilidad, y aún así era libre. Jugaba hasta el cansancio, dormía cuando quería, pedía de comer y era feliz, feliz, feliz. Ni siquiera se sabía su nombre, ni su apellido, ni los de nadie cerca a ella. No necesitaba saber quién era, ni qué hacía, solo vivía.
Recuerdo en este momento a Stefania y sabiendo que sus maneras infantiles son lo que más repudio de ella, me enfrento con la idea que tal vez la odio porque es todo lo que quiero ser. Irresponsable, infantil, risueña, llorona, penosa, cariñosa, alegre, mala, buena, fiel, fiel a sí.
Por mucho tiempo no pude ser fiel a mi. Dejé de ser una niña desde el momento que empecé a sacrificar mi felicidad por la de los demás. Mi mamá, mi hermana, mis primos. Dejé de ser feliz para hacer feliz a los demás. Dejé de reír muy fuerte. Dejé de hacer preguntas. Dejé de molestar e irrumpir en los eternos momentos de paz y jazz o música clásica. Dejé de jugar. Dejé que el tiempo pasara entre mi techo y los peluches que ahora odiaba para no molestar a nadie, para no ser nadie.
Lloraba, lloraba y lloraba, a veces en silencio, a veces sin lágrimas. Mi mente pedía a gritos poder salir y gritar con la voz, y cantar, y reír, y volver a ser la niña feliz que algún día fui.
Hoy mi mente me pide a gritos poder olvidar toda esa que tuve que ser como respuesta a alguien. Me ruega ser yo, más y antes que nada. Me pide volver a la esencia pura y transparente que alguna vez fui. Me pide romperme y deshacerme para volver a nacer. Desaparece, desaparece, crece, vuelve.
No recuerdo hace cuántos meses pedí en un deseo fugaz, o en una vela de cumpleaños, o en una pestaña perdida que vinieran a romper mi ego, que me enviaran la persona o la señal, o el momento o el lugar, para apuñalar a la forma acuosa que me vine poniendo como máscara todo este tiempo. Quise olvidarme de mí. Quise volver al momento exacto donde la conciencia de mi y de lo que puedo hacer no existe, para no tener que ser nada y solo ser. Sin razones, sin causas, sin explicación.
Solo quiero dejar de ser esta que todo lo quiere saber, y peor aún, que todo lo cree saber. Que habla con propiedad de cada palabra que pronuncia y parece ahogarse en su saliva de autoapreciación cada que logra demostrar tener la razón, o cada que logra demostrar que es la mejor, o cada vez que logra mostrarle a alguien que su pequeña existencia poco importa comparada con la suya propia, porque de ser el apocalipsis sería definitivamente ella a quien salvarían de morir.
Vino y rompió todo. Y acá está, en pedacitos. Esparcido por este enredo de piso que no sabe hacia donde va su gravedad. Acá está, flotando, vacío, perdido. Ojalá que si se arregla se parta de nuevo, y tal vez entonces, la de ese momento, querrá ser la de hoy.
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