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Me fui para volver

Me fui... pensando que nunca volvería, pero al mismo tiempo pensando en que precisamente por pensar así, volvería, y así fue.

Tenía 21 años cuando decidí irme a vivir a Múnich, Alemania como Au Pair. Llevaba años queriendo hacerlo pero mis planes allá no eran muy claros, inicialmente quise viajar por el mundo aprendiendo idiomas y cuidando niños, lo cual en  su momento de verdad me gustaba mucho, pero en mi imaginario de lo que tenía que hacer para lograr alcanzar eso, pensaba que necesitaba antes que nada: mucho dinero. Me concentré en trabajar y ahorrar para poder pagar una agencia que me guiara en el proceso y me contactara con quienes serían me familia de acogida. Hacer eso me tomó más tiempo del que esperaba y cuando por fin logré pagar una agencia, me estafaron; pagué al rededor de 1200 dólares para hacer todo el proceso, el cual incluía cursos de alemán básico para pasar el examen que se necesita para la visa, todo para que después de 6 meses dijeran que mi contrato se había vencido y si quería reactivarlo debía pagar otros 300 dólares. Me negué, me frustré, y en ese momento di por perdida la meta, pero después de un par de meses me animé a buscar otras alternativas, y así fue como terminé yéndome con una agencia de Alemania que contacté directamente y que sólo me cobró 50 euros por todo el servicio. En ese lapso decidí que la idea de viajar por el mundo siendo Au Pair en realidad era más complicada de lo que pensaba y empecé a enfocarme en quedarme estudiando un pregrado allá: ciencias políticas.

Para el momento en el que por fin me fui, tenía una relación amorosa con alguien que también se acababa de ir a vivir a Australia, estaba peleada con mi mamá, vivía con mis abuelos y tenía miedo de dejarlos solos, mi gato acababa de morir, la mamá de una de mis mejores amigas estaba muy enferma, y otra de ellas estaba experimentando una profunda depresión. No quería irme. Había luchado por llegar a ese punto con todas mis fuerzas y de repente sentía que irme me iba a derrumbar... pero aún así lo hice. No sabía nada del lugar a donde iba, ni siquiera me molesté en preguntar por sus tradiciones, sus rutinas, o su forma de crianza, nada de nada; y aunque suene muy estúpido ahora pienso que tal vez fue mejor así... si no, tal vez no me habría arriesgado. También pienso que iba con una percepción muy ingenua y romantizada de todo: del mundo, de la bondad de las personas, de lo que implica ser Au Pair en todas sus condiciones, la convivencia, el dinero, Europa y los europeos, Alemania y los alemanes, irse de casa, hablar otra lengua, hacer amigos, mantener una relación a distancia... en mi mente todo se dibujaba como una película de Disney en la que todo sale bien y el mayor desafío es acostumbrarse al cambio de horario... ¡No estaba ni cerca!

Cuando llegué, el jetlag me pegó durísimo. Duré una semana sintiendo que estaba en un sueño, con mareo y dolor de cabeza, llorando, queriendo volver de inmediato, odiando cada cosa nueva que conocía... el Tram se me hacía muy lento, la gente muy vieja, el calor del verano muy fuerte, el olor del supermercado insoportable, el camino a la casa eterno, el costo de los cursos carísimo, mi familia y amigos lejos, y mi corazón arrugado porque más allá de todo lo que pudiera sentir, me tomaba mi palabra muy en serio, y me imaginaba sintiendo exactamente lo mismo por el resto del año que me quedaba allí. Con el tiempo me empecé a acostumbrar a la rutina, empecé a hacer amigos en los cursos, a perderle miedo al idioma y a atreverme a entrar a un restaurante a pedir en alemán y no en inglés, a cogerle cariño a la niña que cuidaba... realmente a amarla, aunque esa fue de las cosas que no mejoró mucho. Mi relación con la familia inicialmente fue muy buena, reíamos, nos llevábamos muy bien, comíamos juntos, íbamos de compras juntos, hablábamos de nuestras vidas con tranquilidad; a veces me sentía como su amiga, a veces como su hija mayor o su sobrina, pero otras veces me sentía como su empleada, como una visita inesperada, como la simple niña que cuidaba a su hija... o como una vez se atrevió a llamarme la mamá: su caridad.

Lentamente me empecé a dar cuenta de que la relación de los padres con la niña no era lo que yo estaba acostumbrada a ver en mi país, a veces parecía que ni siquiera querían estar con ella y eso me dolía, tal vez porque lo tomaba muy personal, tal vez porque a veces también veía el dolor en ella y no era fácil de ver. Ésta es la parte que no te dicen en ningún lado porque también depende de como es cada quién. Para mí fue duro... empecé a resentir a los papás por no cuidar de la niña o no hacerlo bien. No jugaban con gusto, no le ponían atención, a veces parecía que fuera una ficha para completar la foto porque cuando se trataba de mostrarla en sociedad, ahí si eran los mejores papás, pero el resto del tiempo a pesar de hacerme ganar dinero en horas extra, frases como "no le des leche en el tetero de la noche porque o si no me toca pararme a cambiarle el pañal", o la cara de asco que ponían cuando se ensuciaba o hacía desorden como cualquier niña, empezaron a afectarme muchísimo.

Llegó navidad y el invierno, y pasó lo que muchas personas me advirtieron que podría suceder con ver el cielo y el suelo blancos de nieve todo el tiempo: me deprimí. La falta de vitamina D, una ruptura amorosa y la distancia con mis seres queridos explotaron de una forma silenciosa que no podía entender. Simplemente quería dormir... a veces quería dormir y no despertar nunca; mis ideas no eran claras, nada me satisfacía de verdad y ni siquiera podía llorar. Empecé a enfermar y con eso llegué a un punto que parecía no tener retorno, hasta que conocí a una chica que al día de hoy es mi amiga y fue ella quién me dijo qué era lo que estaba pasando y qué tenía que hacer. Compré un montón de vitaminas, empecé a hacer ejercicio y a comer mejor, me fui de fiesta y bailé el dolor hasta el cansancio, escribí mil veces todo lo que sentía y lentamente fui saliendo de ese remolino.

El invierno pasó, se fue de Múnich y de mi corazón. Cada vez quería mucho más a las amigas que había hecho, las veía más seguido, hablábamos más, empecé a viajar a otras ciudades y países con el dinero que había ahorrado de las horas extra y eso me revivió las ganas de seguir; sin embargo en el momento de decidir si quería alargar mi estadía o no, me encontré con varios impedimentos para estudiar la carrera que quería (para empezar, el nivel de alemán), y a pesar de que me iba bien en los cursos y me sabía comunicar medianamente, decidí que Alemania no era para mí. El estilo de vida que la gente tendía a tener no era de mi gusto, todo lo sentía irreal y superfluo; para muchos puede sonar extraño pero el caparazón de perfección que todo parecía tener, rayó en mis convicciones al punto de cerrarme a la cultura y a la gente alemana; para mí, el racismo, la xenofobia, el machismo y el clasismo persistían. La imagen de perfección que me habían pintado no era cierta, y a veces era peor porque las injusticias te las esperas en tu pedazo de país "tercermundista", pero no en "el mejor país del mundo". No te esperas que te griten por no tener efectivo, que te cojan la cola en el bar, que te quiten de un asiento por tu color de piel, que te miren lascivamente de arriba a abajo en el tren, o que se atrevan a cuestionar si estás segura de que hablas español y no portugués. Lo anterior parecen bobadas, pero cuando las vives al menos una vez al día, o  la semana, o al mes, te empiezan a pesar.

Al final en realidad estaba cansada de la falta de límites entre el espacio laboral y personal con mi familia de acogida, adoraba a la niña pero no podía sobreponer su bienestar al mío. Con el tiempo mi relación con la mamá fue empeorando, aunque con el papá mejorara... él finalmente empezó a aprender a querer y entender a la niña, la mamá simplemente vivía cansada del trabajo y no quería hacer nada más. Duré un mes pidiéndoles que hiciéramos cuentas de las horas extra y ellos esperaron hasta el día antes de mi vuelo de regreso para eso; me trataron de ladrona y se rehusaron a pagar por todas las horas que les había facturado; tener esa discusión fue inicialmente humillante, pero eso permitió que sacara todo lo que llevaba acumulado hacia ellos, lo boté todo y con eso boté mi odio, ellos también se desahogaron y terminamos llorando y pidiéndonos disculpas. Al día siguiente me llevaron al aeropuerto y lloramos con tristeza, tal vez, el no haber dicho todo lo que nos pesaba antes, aunque fuera para poder haber pasado unos mejores últimos días juntos.

Volví a casa de sorpresa, en parte porque no quería darle tiempo a nadie para especular cómo y de cuántas maneras me había rendido, y en parte porque simplemente amo sorprender a las personas jajaja. Mis abuelos y yo lloramos de alegría al vernos; de nuevo todo parecía un sueño, pero esta vez con menos aires de pesadilla. Llegué lista para trabajar de nuevo y hacer el examen de entrada a la universidad. También volví con un montón de gustos diferentes, y hábitos que hasta ahora aún hacen parte de mi y me han ayudado muchísimo a sentir el amor que le doy a mi cuerpo y mente... empezando por enfrentarme a mi misma yendo a terapia psicológica. Ahora también como más saludable, hago ejercicio, me visto como me gusta, bailo como quiera, tomo más agua, amo diferente a las personas y soy mucho más responsable con el uso de mi tiempo.

En conclusión, puedo decir que aunque no todo fue como esperaba en mi experiencia como Au Pair, y que definitivamente pienso que es una forma de explotación laboral legalizada, todo lo que obtuve en ese año me sumó mucho más de lo que me quitó. Hoy, dos años después de haber vuelto, aún me hablo con la familia y sigo queriendo a la niña tanto como antes. Sigo hablando con todas las amigas que hice aunque no sea con la misma frecuencia. Sigo aprendiendo alemán. Sigo pensando lo que pienso sobre la vida allá, y sigo agradeciendo por todo lo que aprendí porque me cambió para siempre, y eso valió todas las lágrimas, todas las iras, todas las incomodidades y todos los fracasos.

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