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El tercer desencantamiento

La evolución, el capitalismo y el ego.

Yo diría que hay un cuarto: el feminismo. Pero ese no es el tema.

Recuerdo una charla con una chica de Filosofía. Me dijo que la filosofía solo quiere conquistar, irrumpir, destruir a las ideas contrincantes. La ciencia de la sabiduría parece no ser muy auto reflexiva, o más bien muy ética. Parece no querer coexistir con nadie, siempre el origen, siempre la ciencia pura, siempre la madre o el padre. Siempre los hombres detrás de las ideas que interpretan, explican o comprenden.

Ahora que lo veo así, podría decir que no hay mucha diferencia entre evolución, capitalismo y ego. Todas acumulan, todas se aferran sin saber que se adaptan, todas luchando por coexistir con los otros pedazos de versión de humanidad, o de humanidad en conjunto.

El ego podría ser la acumulación de experiencias, de memorias, de historia. Una evolución que enfocada en teoría de la acumulación reproduce a un ser humano que aferrado a su pasado se justifica en su presente. Estas mismísimas letras no son sino metáfora de lo que quiero decir.

Yo acá, jugando a discutir con el mundo de las ideas como campo de batalla. Fui como tú, hasta que me enfrenté a mi misma. Decía que mi familia no me importaba, hasta que me di cuenta de que todo lo que hacía, lo hacía en rebelión al mundo que me habían enseñado a vivir. Escapé de ella para volver a intentar construirla, entenderla, interpretarla... y como siempre, destruirla en la resignación hasta aprehender lo que dista entre resignación y aceptación, y de ese modo lograr mediana y vagamente convivir. Mediana y vagamente porque el yo pesa. El pasado que no es más que memorias, me recuerda quién tuve que ser para creer merecerme la felicidad fuera de mi nicho de autocompasión. Lo cierto es, que cuando me olvidé de mi historia, el presente, también, empezó a sentirse más que a recordarse. Empecé a olvidar las cosas porque las memorias ya no me definían, no todas; tampoco las metas, tampoco lo que decidía hacer todos y cada uno de los días.

Empecé a olvidar quién era. Ya no quería escapar ni dejar de pertenecer a un lugar. Ya no usaba el mundo como campo de batalla contra el pasado o como excusa de rebeldía en resignación a lo que me había tocado. Ya no quise escapar más. Quise ser débil, quise depender, quise dejar de acumular memorias y tratar de encontrarme en lo que podrían ser experiencias, aún cuando todo esto fue una experiencia en sí. Quise dejarme flotar y vivir en el ínfimo instante de lo que quiero hoy. Sentir el viento y el sol, el frío y el calor, el hambre y la llenura, la mañana y la noche. Sentirte sin hacerte según mis formas. Sentirte sin apegarte a mi mundo de las ideas, porque no eres una idea mía, porque no puedes ser todo lo que quiero en medida de que no sé que querré mañana, o en un año, o en diez. Porque solo hay paradójica certeza de la incertidumbre, y en medio de ella la paz inmutable de saberse débilmente dependiente entre cada cuerpo externo que nos comprueba el aquí y el ahora de eso que no se puede sino sentir, más que pensar.

Y he ahí el desencantamiento del ego. "Una vez el don de la lengua les fue negado, murieron los niños un par de años después de haber nacido como humanos". Tanto que creemos ser, tanto que queremos, tan poco que somos realmente, sin tener a un otro que nos invada de su idea de cuerpo y nos haga a sus formas, nos confunda más adelante y con sus propias herramientas nos permita rehacernos a nuestro paso por el leve mundo que escogimos pisar, justo aquí, justo ahora.

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