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Infancia

Estar con personas demasiado tiempo -sin importar la cantidad- a veces me abruma. 
Mi "demasiado" a veces puede ser poco en realidad. 

Me pregunto el origen de ello y recuerdo crecer en soledad, no en una mala soledad necesariamente, sino en la soledad acompañada de libros, música, lluvia, soles, muñecas y miradas al techo eternas, a veces hasta dormir. Recuerdo despertar siempre muy temprano. Temprano tipo a las 6 a.m. Nadie más estaba despierto a esa hora, sobre todo cuando estaba de vacaciones y me llevaban a pasar un tiempo con mis tíos o tías. A veces salía a la montañita de la casa a consentir a los perros o a los conejos; a veces intentaba entrarme a la casa del árbol aunque supiera que Jose la había dejado con llave; a veces tomaba algún cuento aburrido y lo leía y lo leía sin entender nada, mi mente siempre interrumpida por el hambre o por imágenes que las palabras vistas me hacían fantasear. Aprendí a hacerme el desayuno desde muy pequeña, porque ya incomodaba ir a despertar a alguien, también porque se sentía bien saber prender los fósforos antes que mi hermana. Un huevito frito con chocolisto y pan todos los días. Lo recuerdo y recuerdo la satisfacción de las cosas simples, recuerdo que el tiempo pasaba lento y las noches las dormía profunda. Recuerdo el atardecer entre las rejas de la sala, mi abuelita dormida en el sofá con un periódico o una revista en la mano, y yo despertándome de una siesta después de haber correteado por la casa, caer casi desmayada del cansancio, sentir que pronto llegaría mi mamá como una sorpresa de ángel, siempre con algún chocolate, siempre con una sonrisa en la cara. Tomar aguapanelita con leche, contarle qué hice en el día, dar quejas de mi hermana, decir que el almuerzo estaba riquísimo y que mi Tita era la mejor de las Titas y que mi Goyito era el mejor de los Goyitos porque siempre se sacaba de la pantalla del computador la cabeza para jugar conmigo un ratito. Era feliz. Los días eran naranjas y amarillos. Nada me faltaba y en esa mismísima medida todo me sobraba, no podía pedir más, no habría sabido qué más pedir. 

La figura de mi papá era intermitente, aún estaba en esa época de la infancia en la que los recuerdos de hace meses pueden parecer de ayer. Los nombres son difíciles de recordar y las caras también, pero por lo general las personas que caen bien la primera vez, vuelven a caer bien la segunda. Mi familia lo era todo para mí, excepto cuando me daban caprichos y convencía a mi hermana de armar rebelión o irnos de casa, siempre con lo indispensable: dos peluches y el vasito de plástico tal vez. Dejar la puerta medio cerrada y escondernos en el jardín hasta que se dieran cuenta de que no estábamos, nos habíamos cansado de la dictadura de la adultez y en señal de rebeldía nos emancipábamos del hogar que nos daba de comer, todo por conseguir una horita más de televisión. 

Miro para atrás y pienso: siempre la escapista, si no lograba manipular, al menos la aventura habrá servido de regocije al ego; siempre independiente, mi soledad la disfruté mientras no supe ni tuve percepción del tiempo; Camila, al fin y al cabo, desde siempre.

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