La muerte del ego: el éxtasis
Se muere cuando no hay nada para significar porque el ser humano es ser hablante.
Mirar a los ojos de unas pupilas completamente dilatadas, dilucida en el suspenso del placer, la muerte inequiparable de no poder hacer nada más que sentir. No hay palabras. Cuando no hay palabras no se existe. Se existe tal vez, en un grito, en una espalda arqueada, en los pies encogidos, las piernas temblorosas, la lágrima que brota de uno de los lagrimales, tal vez, solo, si se decide también, morir.
Cuando se olvida uno de su propia existencia, se permite volver al presente momento del sentir. Se siente, y en el sentir se recuerda el momento mismo en el que se nació, también en desespero por el aire, también en la desnudez, también en la falta de palabra y en el grito ahogado que expresa la falta de muerte: la vida.
Sin contrariedad, son la vida y la muerte sinónimos reclusos del miedo impuesto por la moralidad.
El deseo de vivir, el momento siguiente después del orgasmo, la calma cansada de volver al control del cuerpo. La calma del recién nacido que vuelve a los brazos de la madre, la única que conoce y que por ende reafirma su existencia: come de su seno como devolviendo en ese instante la energía perdida en el incómodo goce de respirar. El beso jadeante al amante que da las gracias, gracias por haberle matado y revivido en el mismo lecho.
Infante: in-fante, en la fantasía. Cuerpo que no habla, no es humano, no goza y no falta. Una fantasía de humano. Humano: víctima inconsciente del infante.
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