Aquí estamos sí, otra vez, sí.
Un domingo cuasi lunes, cuasi sábado, sí.
Es navidad, de nuevo. El año pasado andaba emputada porque la empresa nos había mudado a un lugar nuevo. Olía a mierda porque a diferencia mía muchas personas logran liberar sus esfínteres en lugares públicos. ¿Qué es lo público? Porque si lo pienso bien, mi casa no es que sea mía, mi mamá la comparte conmigo, y yo con ella -es un bien común- is in biin cimin. Porque vivimos en arriendo. Nada es nuestro, o más bien todo debería serlo. Y aquí viene el truquito.
Sobre la propiedad privada y la calidad de vida.
Me cuestiono constantemente que tan mías son las cosas más allá de mi cuerpo (-inclusive este, cuerpo- que a los ojos de algunos hombres -que deberían llamarse de otra especie diferente a la humana-, puede considerarse como objeto de posesión para la autosatisfacción de cualquier tipo -y no hablo sólo del sexo, sino también de la satisfacción social, emocional, física, material y económica-). Hoy le hablé a mi mamá de lejos. Ella estaba en su cuarto y yo en la sala, lo cual no es muy usual, así que me preguntó:
-¿Dónde estás?
Y yo le dije en tono irónico, a sabiendas de que ella no reconocía muy bien de dónde provenía el sonido, que estaba en la sala; -En la sala de tu casa. A lo que ella respondió: -De nuestra casa.
Casi por un año antes de irme del país viví con mis abuelos; sin mi mamá.
Estas fueron tal vez las mejores épocas de mi vida. Nada era mío, como siempre había sabido, pero de alguna forma ser la compañía de mis abuelos me daba un estatus que entre la familia me otorgó el respeto de tomar decisiones, de que consultaran conmigo, de que mi tiempo costara y valiera. En fin, mis abuelos fueron los mejores roommates que alguien hubiera podido tener y pedir.
La ignorancia a mi propio ser me plagaba de una plenitud inmediatamente satisfecha por la fugaz llenura del amor. Trabajaba y ahí estaba él, salía del trabajo y ahí estaba él, los fines de semana estaba con él, la vida me/se pasaba y yo la pasaba con él.
Me fui a Alemania y viví en coexistencia con la familia que me recibió. Nada era mío. Creí que mi cuarto era mío pero no era así. Mi cuarto era el de todas las que habían estado, y todas las que estarían después de mi. May, Andrea, Aurora. Mi espacio, -el que yo dejaba- estaba plagado de mi insatisfacción, de lagrimitas y sudor... pero sobre todo de invierno y de verano, de amarillo claro y amarillo quemado; mis eternos estados aleatorios. No hay punto medio.
Volver y vivir con mi mamá no fue fácil, para ninguna. Le invertí 8 meses de terapia psicológica a restaurar la relación con mi mamá, a perdonarla, a perdonarme, a aceptarla... y a través de eso a aceptarme, en mi existencia, en la perfecta y maravillosa coincidencia que es haber decidido vivir aquí y ahora.
Cuando mi mamá dijo "nuestra casa". Mi impulsividad gritaba silenciada: ¡NO! Tu casa, tu casa por la que pagas renta, impuestos y servicios; tu casa por la que puedes dormir cómodamente en una cama. Tu casa que te permite bañarte, vestirte, tocarte y amarte en la efímera privacidad que por norma social te hace de fondo repudiarte, limpiarte, tragarte e ignorarte, todo en el mismo lugar que por unos cuantos metros te podría encontrar con el resto de seres que quisieran conocerte, u odiarte si es el caso.
"Propiedad privada"
¿De quién, y qué es lo privado de todo esto? Si aun cuando llegamos a casa los ojos de todos están puestos en todo lo que hacemos. Cómo vestir, qué comer, qué ver, qué hacer. Rituales endémicos, normalmente automatizados:
Llegar, quitarse los zapatos, dejar el bolso, quitarse la chaqueta, lavarse las manos, hacer chichí, ir a la cocina, saludar a los gatos en el camino, preparar comida, encender el compu, comer mientras prende, pasar unas horas allí sentada, no ver nada, ignorarte/los/la/me, lavarse los dientes, armar la pijama, meterse en la cama, mirar el celular, dormir arropada y levantarse cansada.
Qué tan privados, es decir, qué tal originales son nuestros actos. Qué tan propios, qué tan nuestros, qué tan solos.
No estamos solos. No somos sin el otro.
Para bien o para mal, Llegar, quitarse los zapatos, dejar el bolso, quitarse la chaqueta, lavarse las manos, hacer chichí, ir a la cocina, saludar a los gatos en el camino, preparar comida, encender el compu, comer mientras prende, pasar unas horas allí sentada, no ver nada, ignorarte/los/la/me, lavarse los dientes, armar la pijama, meterse en la cama, mirar el celular, dormir arropada y levantarse cansada... nada de esto se puede hacer así sin alguien más. Sin aprobación del consenso atemporal que implica la cotidianidad en sus formas.
Un domingo cuasi lunes, cuasi sábado, sí.
Es navidad, de nuevo. El año pasado andaba emputada porque la empresa nos había mudado a un lugar nuevo. Olía a mierda porque a diferencia mía muchas personas logran liberar sus esfínteres en lugares públicos. ¿Qué es lo público? Porque si lo pienso bien, mi casa no es que sea mía, mi mamá la comparte conmigo, y yo con ella -es un bien común- is in biin cimin. Porque vivimos en arriendo. Nada es nuestro, o más bien todo debería serlo. Y aquí viene el truquito.
Sobre la propiedad privada y la calidad de vida.
Me cuestiono constantemente que tan mías son las cosas más allá de mi cuerpo (-inclusive este, cuerpo- que a los ojos de algunos hombres -que deberían llamarse de otra especie diferente a la humana-, puede considerarse como objeto de posesión para la autosatisfacción de cualquier tipo -y no hablo sólo del sexo, sino también de la satisfacción social, emocional, física, material y económica-). Hoy le hablé a mi mamá de lejos. Ella estaba en su cuarto y yo en la sala, lo cual no es muy usual, así que me preguntó:
-¿Dónde estás?
Y yo le dije en tono irónico, a sabiendas de que ella no reconocía muy bien de dónde provenía el sonido, que estaba en la sala; -En la sala de tu casa. A lo que ella respondió: -De nuestra casa.
Casi por un año antes de irme del país viví con mis abuelos; sin mi mamá.
Estas fueron tal vez las mejores épocas de mi vida. Nada era mío, como siempre había sabido, pero de alguna forma ser la compañía de mis abuelos me daba un estatus que entre la familia me otorgó el respeto de tomar decisiones, de que consultaran conmigo, de que mi tiempo costara y valiera. En fin, mis abuelos fueron los mejores roommates que alguien hubiera podido tener y pedir.
La ignorancia a mi propio ser me plagaba de una plenitud inmediatamente satisfecha por la fugaz llenura del amor. Trabajaba y ahí estaba él, salía del trabajo y ahí estaba él, los fines de semana estaba con él, la vida me/se pasaba y yo la pasaba con él.
Me fui a Alemania y viví en coexistencia con la familia que me recibió. Nada era mío. Creí que mi cuarto era mío pero no era así. Mi cuarto era el de todas las que habían estado, y todas las que estarían después de mi. May, Andrea, Aurora. Mi espacio, -el que yo dejaba- estaba plagado de mi insatisfacción, de lagrimitas y sudor... pero sobre todo de invierno y de verano, de amarillo claro y amarillo quemado; mis eternos estados aleatorios. No hay punto medio.
Volver y vivir con mi mamá no fue fácil, para ninguna. Le invertí 8 meses de terapia psicológica a restaurar la relación con mi mamá, a perdonarla, a perdonarme, a aceptarla... y a través de eso a aceptarme, en mi existencia, en la perfecta y maravillosa coincidencia que es haber decidido vivir aquí y ahora.
Cuando mi mamá dijo "nuestra casa". Mi impulsividad gritaba silenciada: ¡NO! Tu casa, tu casa por la que pagas renta, impuestos y servicios; tu casa por la que puedes dormir cómodamente en una cama. Tu casa que te permite bañarte, vestirte, tocarte y amarte en la efímera privacidad que por norma social te hace de fondo repudiarte, limpiarte, tragarte e ignorarte, todo en el mismo lugar que por unos cuantos metros te podría encontrar con el resto de seres que quisieran conocerte, u odiarte si es el caso.
"Propiedad privada"
¿De quién, y qué es lo privado de todo esto? Si aun cuando llegamos a casa los ojos de todos están puestos en todo lo que hacemos. Cómo vestir, qué comer, qué ver, qué hacer. Rituales endémicos, normalmente automatizados:
Llegar, quitarse los zapatos, dejar el bolso, quitarse la chaqueta, lavarse las manos, hacer chichí, ir a la cocina, saludar a los gatos en el camino, preparar comida, encender el compu, comer mientras prende, pasar unas horas allí sentada, no ver nada, ignorarte/los/la/me, lavarse los dientes, armar la pijama, meterse en la cama, mirar el celular, dormir arropada y levantarse cansada.
Qué tan privados, es decir, qué tal originales son nuestros actos. Qué tan propios, qué tan nuestros, qué tan solos.
No estamos solos. No somos sin el otro.
Para bien o para mal, Llegar, quitarse los zapatos, dejar el bolso, quitarse la chaqueta, lavarse las manos, hacer chichí, ir a la cocina, saludar a los gatos en el camino, preparar comida, encender el compu, comer mientras prende, pasar unas horas allí sentada, no ver nada, ignorarte/los/la/me, lavarse los dientes, armar la pijama, meterse en la cama, mirar el celular, dormir arropada y levantarse cansada... nada de esto se puede hacer así sin alguien más. Sin aprobación del consenso atemporal que implica la cotidianidad en sus formas.
Comentarios
Publicar un comentario